Será este cielo rojo, cargado de arena, que enajena por momentos la visión. Será la concatenación de dramas que estamos viviendo, pero lo cierto es que todo ello invita a una reflexión profunda sobre quienes somos y a donde vamos y, al menos, a mi me hace alejarme cada día más de ese argumentario político tan grandilocuente como ineficaz e incomprensible.
La pandemia nos llevó hacia una experiencia nueva que recortó nuestros derechos, nos introdujo en nuestras casas, alimentó nuestros miedos y nos abrió los ojos sobre la necesidad de empezar a consumir de otra manera. La falta de movilidad nos hizo mirar hacia nuestra economía para tratar de salvarnos lo mejor posible, depender un poco menos de fuera y trabajar más sobre nuestras posibilidades, algunas apenas explotadas, como las energías renovables. La pandemia nos descubrió que, incluso, es posible recuperar los mares y mejorar el aire que respiramos, aunque nuestro anhelo por volver a los tiempos anteriores, nos devuelve a esa mala senda de los excesos, unos excesos que cada vez más voces científicas nos alertan de que nos conducen a nuestra propia destrucción.
Ahora ha tenido que venir una guerra para volvernos a mostrar lo vulnerables que somos en un mundo tan globalizado, con un sistema capitalista tan voraz que solo enriquece a unos pocos, mientras que la inmensa mayoría sufre las penurias que depara cada catástrofe que aflora.
Así que hablar de bajada de impuestos, de ayudas puntuales… cuando no de gobiernos que se enriquecen, -sin duda la mayor estupidez escuchada en los últimos días y por boca de quien menos lo hubiéramos esperado-, es quedarse en la superficie y no ahondar en la necesidad de iniciar ya cambios profundos que nos permitan afrontar las vicisitudes futuras con más garantías. Las ayudas serán urgentes pero lo realmente importante es empezar a trabajar en una profunda transformación en la que estaría bien que, por una vez, todo el mundo hiciera aportaciones con un poco de sentido común.
