sábado. 20.04.2024

Hechos aislados y aislar los hechos no es lo mismo, y perder la perspectiva de que determinadas cuestiones tienen una conexión remota es, sencillamente, intentar esconder el problema. Dedicarnos a solventar lo urgente, sin solucionar el verdadero origen, el punto en el que cayó la gota que poco a poco se extendió en ondas cada vez mayores, el lugar concreto donde se produce ese aleteo de mariposa que de alguna forma nos ayuda a visualizar la teoría del caos, no es la solución. El caos no es otra cosa que una visualización romántica de una realidad tangible: el universo es un sistema caótico flexible.

Podemos llevarnos las manos a la cabeza por ver a cientos, miles de jóvenes, gritando en las calles por la libertad de un tipo que sinceramente les importa un carajo, porque el origen de su ira no es el encarcelamiento de un rapero de medio pelo, sino su desacuerdo con un modelo que no les representa. Y no les representa porque no les da soluciones a sus verdaderos problemas. Hemos generado una sociedad que lucha por lo urgente, que es salvar los muebles de una horquilla de edad que cada vez envejece más, mientras posponemos las soluciones de los más jóvenes a un escenario que aseguramos constantemente que debe llegar, pero que cada vez se retrasa más y más.

Intentamos sumar a todos a la ira del establishment por el oportunismo de unos denominados youtubers que escapan de una Agencia Tributaria a la que hemos aprendido, inducido y alentado a odiar, cuando realmente hemos provocado justo el efecto contrario. Y si le preguntas a cualquier joven su parecer sobre el asunto, la respuesta más educada va a ser: ¡Que le den a hacienda!

¿Dónde está el origen? No es algo que podamos ceñir a un único hecho concreto, sino a esa verdadera tormenta que generamos aceptando como normales pequeños comportamientos consentidos por todos y que al final se visualizan en el fenómeno Hasél. Si desde la oposición se culpa al presidente del Gobierno de ser el responsable de la muerte de las personas que fallecieron por la pandemia, si pretendemos que la corrupción se sacuda con un sencillo “son hechos del pasado”, incluso si el Gobierno no se sitúa al frente de la reprobación de un Jefe del Estado que normalizó el desvalor de los valores fundamentales de la sociedad que intentamos crear, entonces tenemos lo que merecemos.

Que en España la democracia no es plena, no es solamente una frase populista del vicepresidente del Gobierno de España, que lo es por obra y gracia del que se suponía el partido heredero del centro político en el Estado. Y no es una frase hecha porque es, sencillamente, un sentimiento que cada vez tiene más arraigo entre esa horquilla de edad a la que venimos prometiendo soluciones que nunca terminan de llegar.

Digamos que en vez de decir que no es plena, aceptamos que nuestra democracia sencillamente nació imperfecta y la estamos imperfeccionando cada vez más. La ausencia de interés por actualizar la constitución o desarrollarla hasta el máximo de sus muchas posibilidades. Hacer reales los derechos que ya se estipulan como fundamentales. Y por encima de todo, no meter en la cárcel a niños por chorradas que digan en una canción o en un tuit, es la leña que aviva ese fuego de las calles.

Nunca seremos capaces de hacer respetar lo que tenemos, de generar confianza en lo que se puede conseguir, si antes no hemos construido una conexión real entre sus expectativas y el camino para conseguirlo. Jamás les haremos ser parte de lo nuestro, si antes no les explicamos lo que costó llegar hasta aquí, y no podemos hacerlo a golpe de sentencia, sino con el comportamiento y la paciencia de un buen padre de familia que deben mostrar y demostrar los tres pilares de nuestra sociedad: el poder ejecutivo, legislativo y judicial.

Digamos democracia imperfecta
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