miércoles. 24.04.2024

Javier A. Salvador, teleprensa.com

Cataluña quiere independizarse y al País Vasco no parece que le vayamos a dar demasiada tregua para pasar la dolorosa página del terrorismo, es democracia al fin y al cabo. Los partidos se radicalizan y el ciudadano pierde la confianza en el Poder Judicial al mismo tiempo que el paro, la corrupción y los políticos en general suponen los principales problemas de un pueblo en el que supuestamente radica, precisamente, el poder del Estado como democracia que somos pero… ¿Qué democracia tenemos? ¿Cumple nuestras expectativas?

En el momento que vemos a ciudadanos manifestarse a las puertas del Poder Judicial, cuando hablan de fraude y de que “le llaman democracia y no lo es”, tenemos un problema serio. Desde el momento en el que las playas de Andalucía escupen cadáveres pero nos altera mucho más que una manada de quince jóvenes inmigrantes, y con sarna, ataquen a una chica y a su novio en un pueblo de la provincia de Barcelona, empezamos a dedicar más tiempo a lo urgente que a lo importante, y ahí es donde comenzamos a sufrir las consecuencias de nuestra propia desesperación, porque cuando no crees en el sistema tiendes a generar el tuyo propio. Y eso ya son palabras mayores.

Nuestra democracia representativa ha llegado a tal modelo de perversión que precisa de una revisión o actualización que bien podría llegar desde la reforma de la propia Constitución. Los ciudadanos somos rehenes de los votos que depositamos en las urnas cada cuatro años, sin posibilidad de revisión o evaluación de la tarea encomendada a esos cargos públicos. Al mismo tiempo los representantes del pueblo se convierten en mercenarios de su propio partido, porque una vez obtenida la acta de representación su trabajo parece centrarse más en conseguir los méritos suficientes que le permitan repetir en una próxima legislatura, en vez cumplir su compromiso con aquellos a los que realmente deben rendir cuentas, y no son otros que los votantes que les dieron su confianza.

El histórico modelo de democracia directa de la Ekklesía griega radicaba en que la participación del ciudadano era continua. El representante elegido para el ejecutivo cumpliría fielmente sus mandatos, porque de lo contrario sería cesado de esas funciones. Nuestro actual modelo democrático es una adaptación de aquellos procesos pasados por la batidora de la representación con el fin de hacer más llevado el modelo en grandes poblaciones, y no estaba mal pensado ni para la post Revolución Francesa ni para la generalización que se hizo tras las Segunda Guerra Mundial en la Europa occidental que abrazó el Plan Marshall. Ahora bien, ¿podemos mantener que el modelo democrático actual cumple con nuestras necesidades?

La sociedad de 2018 poco tiene que ver con la de aquellos años en que, sencillamente, se pedía democracia. De hecho, aún no tengo claro si cuando hablamos de cambios en la Constitución desde la calle, en las tertulias, lo hacemos en el mismo idioma de esos partidos que se sienten cómodos con un modelo de representatividad que les permite obviar prácticamente al pueblo entre periodos electorales.

En Suiza, sus cantones o regiones autónomas, practican un modelo de democracia semidirecta en la que el ciudadano mantiene el control, por decirlo de alguna manera, sobre el ejecutivo, y tampoco es un escenario perfecto pero les ha servido para poner paz en ese conglomerado de “26 estados” que forman su república federada. No es nada desechable el modelo americano, casi que heredado de la comitia tributa romana en cuanto a su modelo electoral, donde hay un único ganador por demarcación. De los Estados Unidos de América también es necesario revisar su modelo de participación ciudadana en los órganos judiciales, porque seguro que ningún español se siente hoy partícipe de la renovación del Consejo General del Poder Judicial.

¿Es ésta la democracia que queremos? Sinceramente creo que no. Creo que a nuestros padres o abuelos les valió con escuchar “democracia” tras una dictadura de mas de cuarenta años, pero es la hora de dar pequeñas pinceladas que nos hagan obligados partícipes de las grandes decisiones. La tecnología pone a nuestro alcance métodos que pueden acercarnos a esa utopía de la verdadera democracia, pero no basta con eso, primero hay que consensuar que queremos un cambio y eso no es una tarea de los partidos, sino del pueblo como verdaderos titulares del poder en el Estado. Y esa debe ser una iniciativa espontánea que desde la calle llegue al Congreso y no al revés.

La democracia que quieres y no tienes
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