jueves. 28.03.2024

Javier Salvador. Periodista

Entiendo que me van a llover tortas por todas partes, pero lo escribo como lo siento: envidio a los catalanes. No obstante, tengo que puntualizar algunas cosas, aunque ciertamente muy pocas, porque me gusta como país, como modelo organizativo y, sobre todo, por ese sentimiento patrio que allí, como en Euskadi o Galicia han sabido no sólo transmitir de generación en generación, sino madurar y asentar, que no es lo mismo que radicalizar.

En estos momentos puedo imaginarme a muchos de mis amigos subirse por las paredes, pero estas cosas creo que hay que escribirlas por lo menos una vez en la vida para poder sentirte a gusto contigo mismo, decir eso que piensas realmente, aunque sea una locura para tu círculo más cercano, y poder decir que no te dejaste nada en el tintero cuanto realmente le tocaba salir.

Y sí, es el momento de dejar salir a la calle el debate de un estado federal, como Alemania o Estados Unidos, como Suiza y tantas otras naciones. Es cierto que a unas les va mejor, como a las mencionadas y a otras peor, como a Argentina o Venezuela que también son federaciones de estados o provincias independientes. En definitiva es un camino que España casi empezó a recorrer antes de que cualquier intento de expresión de libertad fuese sesgada por una dictadura.

Pero empezando por algo tan sencillo como significativo tal cual es una bandera. Siento envidia de ver esas caras de cientos de miles de personas que se sentían amparadas por los colores de su señera, capaces de defender y de dar no se sabe qué por ella. Igual sucede en el País Vasco, donde su bandera, al igual que en Cataluña, es un verdadero estandarte, una seña de identidad que les llena realmente. En definitiva algo que no sucede en este país, donde sólo se saca la bandera y a duras penas, en los partidos de fútbol y en las plazas de toros. Y esa, señoras y señores, era otra España.

El actual Gobierno de España se ha ganado a pulso, con sus luchas internas y constantes guiños a su sector más radical, que existan dos sentimientos mayoritarios en este momento hacia esa figura que debería regir el camino de todos, el menos malo es la apatía, pero el peor de todos es la desconfianza.

Vivimos en un país crispado por la sensación de un fraude electoral sin precedentes, en el que se votó justo lo contrario de lo que se hace, una elecciones en las que se buscó una salida a una crisis que no terminaba para llegar a un escenario de rescate al que nos llevan quienes tenían las grandes soluciones. Más de tres millones de puestos de trabajo llegaron a decir que crearían en sus momentos más álgidos de euforia preelectoral. Claro, que en esos momentos la prima de riesgo llegaba a cotas inasumibles, según el PP, superior a los cuatro puntos, cuando llevamos instaurados en los cinco puntos de diferencia respecto al bono de la “federación alemana” meses y meses.

La manifestación vivida esta semana en Cataluña, más que una prueba de fuerza es sencillamente una demostración de lo que siente, aspira y quiere Cataluña. Ojalá en Andalucía existiese esa identidad nacional tan definida, pero no la hay y eso me genera enormes dosis de envidia, sana, pero envidia.

Mariano Rajoy sembró vientos en la oposición y sus compañeros de partido han azuzado continuamente aquello que hoy se recoge como tempestad.

Quizás, en unas elecciones anticipadas, no sólo tendría que decidirse qué modelo es el que queremos para salir de la crisis sino también con qué modelo de Estado queremos hacerlo.

Envidio a Cataluña