Juan Antonio Palacios Escobar
Cliserio era una persona increíble y un personaje singular, de tal manera que haciendo honor a su apellido parecía Retratado. Tan era así, que en demasiadas ocasiones quienes lo rodeábamos no estábamos muy seguros si de verdad existía.
A sus 90 años tenía una larga vida, pero daba la sensación, quizás por su ingenuidad, de tener una corta experiencia. Ante determinadas situaciones daba la sensación de estar hipnotizado y que no le quedaba ningún recuerdo de lo realizado.
Entre percepciones reales e imaginarias, se sentía feliz invadido por la música y atribulado por las noticias. Su relato, entre falsas proximidades y distancias infranqueables estaba repleto de desazones, irritaciones y tensiones.
Una hoja de ruta cargada de explosivos emocionales y de gente tóxica.
A pesar de eso, Cliserio era especialista en superar obstáculos y entre preludios e interludios, confiaba siempre en encontrar el tesoro de las profundidades, consciente de que zanjar un asunto complicado o cerrar una negociación conflictiva le podían traer beneficios.
Con sus años era el momento de relativizar los límites y permitirse soñar a lo grande, mientras la voz de su alma le susurraba algo al oído para seguir creciendo y evolucionando, sin dejar de esperar el amor sin dolores evitables ni enfados inútiles.
Era consciente que lo mismo, podía resultar distinto, agradable o desagradable según la edad que se vive y el lugar y el tiempo en el que suceden. En estos momentos le molestaban las aglomeraciones y no soportaba la música entre el ruido y el pachangueo.
Necesitaba poner orden en su vida antes de emprender el viaje final, y una de las cosas que no podía permitirse era dejar las cosas para mañana. Era la hora de atreverse a hacer algo que siempre le había rondado la cabeza, descansar sin hacer absolutamente nada.
Estaba dispuesto a esperar que los acontecimientos sucediesen sin provocaciones ni condicionantes, y quería recibir todos los afectos que fuera capaz de digerir, concentrado toda su voluntad en procurar pasárselo bien, sin abandonar la magia y el poder terapéutico de la palabra para caer en la charlatanería.
Lo que no estaba dispuesto ni podía incurrir es en la pobreza y el error de reducir el mundo a la propia visión, sin tener en cuenta la visión y las miradas de los demás. Había llegado a la conclusión, en esta última etapa de que todo era efímero pero que a estas alturas, muchas cosas eran inaplazables.
Su actitud era ejemplar entre los mejores pero recibía el reproche de los peores y con su poder de iniciativa se situaba entre el derecho de la fantasía y el revés de la realidad. Entre ventajas e inconvenientes, visibles e invisibles, metas, destinos e innovaciones, rivales y adversarios, sabía mostrarse receptivo por lo que la vida le iba ofreciendo.
No solía hacer afirmaciones categóricas, ya que el tiempo le demostraba que no llevaba razón y debía procurar que todo fuera sobre ruedas. Procuraba decir las cosas de forma calmada y serena, sin juzgar a nada ni a nadie, para que todo fuera sobre ruedas.
Había aprendido en la calle del Fracaso, que tenemos todo el derecho a discrepar, pero siendo tolerantes con las ideas ajenas, aunque no las compartamos. En medio de este barullo, se encontraba centrado y feliz, y orgulloso de ser quien era.