Javier Salvador, teleprensa.com
Ya está todo dicho, la corrupción ha terminado. Punto final. Es historia.
Lo ha dicho la presidenta de la comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, la misma a la que el director de La Razón intentó coaccionar, presuntamente y según las escuchas de la Guardia Civil, pero que luego resultó que no eran ni tan siquiera presiones. Y lo dice una señora que sí, es cierto, parece aportar la imagen del día después entre los populares, pero el problema es que su partido ha pasado de ser un queso gruyere, totalmente hueco, agujereado, aunque firme y compacto por fuera, para asemejarse a un cabrales, muy español, enmohecido del corazón a la corteza y fácilmente reconocible por su olor.
Estando así las cosas, estas proclamas resultan muy difícil creerlas cuando la mitad de los máximos responsables de su organización, la misma en la que ella militaba y de la que formaba parte, está en la cárcel y mientras el otro cincuenta por ciento se encuentra citado, imputado o investigado por uno o varias juzgados y no en relación a una sola red corrupta, sino por vinculaciones con varias.
La corrupción no ha terminado, sólo hemos empezado a sufrir la vergüenza de que empiecen a ser públicos los perfiles de quienes se han llevado la pasta y eso, lo queramos o no, es algo que no sólo afecta a los votantes, simpatizantes o afiliados del PP, sino a la imagen de un país, a esa marca España con la que todos estos impresentables se han estado dando golpes en el pecho durante los últimos años.
¿Ha terminado la corrupción? Pues no, pero lo que sí es cierto es que políticamente sale muy barato tener el partido podrido. Por lo menos a día de hoy y mientras la oposición se preocupe más de sus propias heridas que de la sufridas por el país en su conjunto.
Ya se sabe, no hay nada como un sueldo de más de 4.000 euros en un cargo público para suavizar la lucha por valores como justicia, igualdad, fraternidad y todas esas tonterías de las ideologías.
